Ayer domingo era el cumpleaños de Marisa, a quien no le gusta festejar sus cumpleaños (nota: preguntarle desde hace cuánto), por lo cual el festejo no tuvo famiglia unita, torta, globos ni algarabía sino un simple "feliz cumpleaños" de mi parte, seguido a lo largo del día por mensajitos de texto y llamadas al celular. Como la alternativa era trabajar (sí, un domingo), Marisa se tomó el día y me transformó en su cómplice en una escapada de un día al delta del Tigre, con navegación incluida. [Fotos, por ahora, bajo excursión a Tigre en mi Flickr.]
El plan original había sido hacer miniturismo y quedarnos una noche en otro lugar, pero luego de descartar Paraná, Colón (Entre Ríos) y San Pedro (hogar de Mónica y César) por estar completamente ocupados, resultó Tigre, provincia de Buenos Aires, a unos meros 30 km de la hipertrofiada capital de nuestro país.
Cuatro horas de viaje, bastante cómodo a excepción del aire acondicionado excesivo que es la plaga recurrente de todos los buses de línea, y fuimos depositados en el inmenso estacionamiento del Casino Trilenium, luego embutidos en un colectivo gratuito que nos llevó frente a la entrada del Parque de la Costa, y finalmente guiados hasta la Estación Fluvial, donde mateamos quince minutos mientras esperábamos la lancha de paseo. A la misma subieron unos cincuenta pasajeros, incluyendo un grupo de gente mayor hablando un idioma inindentificable (que Marisa arbitrariamente designó como danés).
El pasaje también contó con la infaltable presencia de lo que sólo puedo llamar, para no extenderme en cualificaciones de detalle, un pendejo insoportable, con su correspondiente tutora/encargada, que puso gran cuidado en sentarse lejos de él, con lo cual el niño se instaló junto a Marisa y procedió a hablar de temas al azar y asomarse con más de medio cuerpo fuera de la ventana hacia el río marrón durante todo el transcurso de la hora de navegación. El trayecto fue amenizado por un guía típicamente argentino, artificialmente jovial y dicharachero y que hacía chistes sin gracia, tanto en castellano como en un inglés que yo llamaría ear-rending, de calidad comparable a (aunque con más pretensiones que) la de un traductor automático en versión alfa. El efecto de escuchar la alternancia de idiomas era como cuando uno ve una película en un idioma que entiende pero con los subtítulos equivocados.
Después de navegar nos aposentamos a la sombra en el pastito junto al río, cerca del Puente Sacriste, y comimos unos sandwichitos mientras mirábamos los barcos.
Para quienes no conocen el delta, digamos que el río Paraná, que nace en Brasil, fluye hacia el sur y a la altura de Diamante (Entre Ríos) se empieza a abrir en brazos y bracitos, ampliándose hacia el este en una gran llanura de inundación que, frente a Rosario, mide unos 60 km de ancho. Casi todo el delta está en Entre Ríos, salvo la última parte, donde está la ciudad de Tigre, cruzada por el río homónimo, el río Luján, el Reconquista y algún otro más, y rodeada de islas bajas, con una infinidad de viviendas sobreelevadas, algunas modestas, otras lujosas, además de playas y clubes privados, parrillas y restaurants especializados en pescados de río, etc.
Todo esto está lleno de gente en un día como hizo ayer, y los cursos de agua repletos de embarcaciones de todo porte, desde los catamaranes que sólo pueden navegar por río hasta los botes para una o dos personas y los kayaks, más botes taxi, botes supermercado, lanchas a motor y demás, aunque (ahora que lo pienso) nada de veleros.
La ciudad en sí parece bien cuidada y está claro que han trabajado mucho en ella recientemente. Está el casino, el Puerto de Frutos (un inmenso mercado de artesanías) y el Parque de la Costa, donde no entramos. Casi todos los que vinieron con nosotros en el bus, especialmente los jóvenes, pasaron la tarde entera en el Parque, donde por lo que oí lo más emocionante que hicieron (aparte de hacer cola durante horas bajo el sol para entrar a los juegos) fue ver cómo otros se mareaban y vomitaban, y experimentar fugaces rushes de adrenalina que debieron ser como maná del cielo para sus cerebros necesitados de sobreestimulación. (No, no estoy en contra de los parques de diversiones. Simplemente digo que a) yo no pago para hacer colas de una hora, quizá las haría si me pagaran a mí, b) si tan jóvenes y descontrolados son, hay alternativas para conseguir emoción de verdad.)
Entrar al Puerto de Frutos es como mirar un Aleph de lo artesanal y accesorio. En cuanto a variedad, no superaba la de todas las ferias de artesanos que he visto (juntas); los precios eran sorprendentemente bajos. Sospecho que muchas de las cosas que vimos allí, si no son vendidas, terminarán en ferias similares aquí en Rosario, con recargos del 50 al 100%.
El calor apretaba, de manera que botella de agua en mano abandonamos el mercado y, con frecuentes paradas para descansar, recorrimos el Paseo Victorica hasta su extremo, donde está el flamante Museo de Arte, restaurado el año pasado y con la correspondiente placa atribuyendo la obra al intendente Ricardo Ubieto, que según me entero ahora murió en 2006 después de gobernar casi 20 años seguidos el partido de Tigre.
Volvimos a paso vivo, y llegamos con quince minutos de tiempo sobrante al bus. El apuro resultó inútil ya que hubo que esperar a un grupo de veinteañeros que se divirtieron tanto, pero tanto, que llegaron veinte minutos después de la hora señalada para partir, y que no se dieron por aludidos cuando la coordinadora mencionó que íbamos a demorar un poco más de lo previsto.
Mi balance del día fue bueno. Marisa estaba (está) un poco enferma, congestionada y con tos, pero se tuvo en pie y sólo el calor estuvo por derribarnos. Cuando llegamos de vuelta, pasada la medianoche, me dolían todas las articulaciones. ¿Estaremos viejos? Hemos sobrevivido tormentas en Córdoba y escalado cerros bajo el mediodía de La Rioja, ¿nos matará un día de miniturismo? ¡La aventura espera!
lunes, 8 de diciembre de 2008
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