martes, 31 de marzo de 2009

Pronto...

Pronto estaré de vuelta escribiendo. Entre el largo relato de las vacaciones, más la obligación autoimpuesta de traducirlo al inglés, más la militancia antirreligiosa y algún que otro asunto de la vida que llaman "real" (offline), comprenderán que no pueda postear aquí asiduamente. ¡No se pierdan!

viernes, 27 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 16: Final final

Voy a resumir rápidamente nuestro último día de vacaciones, porque ya esto se ha hecho larguísimo y hace más de un mes que volvimos y la realidad me pasa por delante...

Como expliqué antes, la combinación Paysandú-Colón-Rosario no tenía horarios convenientes. En forma sorprendente para dos ciudades fronterizas, una de las cuales es la segunda de su país, no hay colectivos frecuentes; será que la gente que se mueve con frecuencia entre ambas no es mucha y/o lo hace en automóvil.

No siendo ése nuestro caso, tuvimos que levantarnos tempranito y marchar a pie con nuestras mochilas hasta la terminal de Paysandú. El colectivo salió a tiempo, pero al llegar al puente internacional tuvimos que esperar más de media hora para que un gendarme o algo así nos observara y contara atentamente, y para que los empleados de migraciones y aduana chequearan nuestros documentos de identidad.

La comparación con la burocracia más detallada pero también más eficiente entre Buenos Aires y Colonia, no pude menos que llegar a la conclusión de que todo depende en última instancia del dinero que uno esté dispuesto a pagar: si viajás en el Buquebús te atienden empleados de camisa y corbata que te sonríen y facilitan la cosa para que no se retrase nada; si viajás en colectivo, tu tiempo no vale nada y los empleados de aduana dispondrán de él como les parezca.

Llegamos finalmente a Colón y por supuesto el ómnibus a Rosario había salido hacía veinte minutos. Eran las 9:30 y tendríamos que esperar al próximo... que salía a las dos y algo de la tarde. La pesadilla de la espera en Valle Edén asomaba de nuevo la cabeza, pero al final no fue para tanto: la terminal de Colón era comparativamente fresca, había baños, un bar-comedor y bancos para sentarse. Lánguidamente dejamos pasar las horas, y no estábamos muy hartos cuando finalmente llegó nuestro transporte.

Cruzamos Entre Ríos de este a oeste, panorama aburrido si los hay, hasta Victoria. Seiscientos metros de río sobre el puente, y llegamos a Rosario, unas cinco horas después de salir de Colón, y casi diez después de abandonar Paysandú. Todavía era de día. Mi madre y mi hermano habían venido a recibirnos. Como si quisiéramos olvidar que era el fin de nuestras vacaciones, nos despedimos rápido, rápido, y salimos cada uno para su lado.

Y aquí termina la historia de nuestras peripecias uruguayas.

martes, 24 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 15: Paysandú

Interior de la  Basílica
Basílica de Paysandú
Penúltimo día de viaje. Después del diluvio de la noche anterior, Tacuarembó estaba más fresco, pero no tuvimos oportunidad de echarle una última mirada, ya que nuestro colectivo a Paysandú salía temprano. Todavía de noche, pedimos un taxi, y en cuestión de veinte minutos estábamos ya camino al oeste... y dormidos.

Tres horas después emergimos en Paysandú, segunda ciudad de Uruguay, capital departamental, puerto sobre el río Uruguay, y fronteriza con Argentina. Era una mañana soleada, ventosa, agradable. No nos costó mucho ubicar la dirección de nuestro alojamiento, una gran casa de una planta transformada en hotel, frente a la plaza principal y no muy lejos de la terminal de ómnibus. Si a medida que volvíamos del ritmo de playa a nuestros hábitos ciudadanos el cuerpo reclamaba más comodidad, éste era un paso de lo mejor: teníamos una habitación donde hubieran cabido cinco personas, un gran baño, y hasta un patiecito.

Yo había estado en Paysandú brevemente hacía años (una tarde de escapada) pero no recordaba mucho, así que tendríamos que recapitular. Para empezar, no obstante, necesitábamos el desayuno que no habíamos podido tomar al salir. Buscamos un bar (se llamaba "El Bar") y pedimos café con leche con medialunas. Al momento de pedir alcancé a ver en la carta que se mencionaban medialunas y croissants, y que estos últimos eran mucho más baratos; el mozo se extrañó de que quisiéramos medialunas "solas", y lo que sospechaba se confirmó cuando nos trajo dos inmensas medialunas, el doble de lo que se conoce como medialuna en Argentina, de las que habíamos visto hechas sandwich en varios supermercados por todo Uruguay.

Año 1689 Después de tan copioso desayuno (que no ocasionó protestas de nuestra parte, me apresuro a agregar) nos fuimos a recorrer los puntos de interés turístico cercanos: la basílica, muy modesta por fuera pero bastante linda por dentro, y con una gran campaña de bronce del año 1689 puesta en exhibición junto a la puerta; el pequeño museo en honor de Leandro Gómez, valiente (y suicida) defensor de Paysandú durante el sitio de mil ochocientos veintitantos, en la plaza; el museo histórico municipal, con una maqueta donde se podía ver la zona de la batalla donde Gómez fue derrotado por mi supuesto lejano pariente, el Gral. Venancio Flores, con ayuda de los brasileños, mientras iba camino a Montevideo.

Almorzamos alguna cosita en el hotel y dormimos la siesta. Fuimos luego a la terminal para reservar pasajes. Yo tenía una débil esperanza de que pudiéramos conseguir pasaje directo a Rosario, o una combinación aceptable, pero no había tal cosa. El colectivo que sale de Paysandú a Colón llega allí, no habiendo demoras, exactamente a la hora en que parte el colectivo de Colón a Rosario. Y por supuesto, siempre hay demoras.

Nos quedaba la tarde. Como el clima estaba bueno, decidimos caminar: mapa en mano fuimos yendo de una plaza a otra, pasamos por la vieja estación de trenes, y llegamos al río. Vagamos por la costa. El puerto, que yo había conocido abandonado y abierto al visitante curioso, se había reactivado y ahora nos rechazaba con sus cercados y sus guardias. El mirador indicado en el mapa (una punta artificial que se internaba en el río) estaba cerrado también. Seguimos hasta que encontramos una pequeña playa, y allí nos sentamos a descansar, mirando a unos pocos chicos jugar en el agua, a contraluz del sol que se acercaba al horizonte. La fatiga acumulada (¡las vacaciones son cansadoras!) nos pesaba para volver.

Marisa quería llamar a su casa para avisar nuestra hora de vuelta, pero no pudimos encontrar un locutorio abierto. La noche había caído y Paysandú se había cerrado bruscamente. Yo me tambaleaba de cansancio. En ese momento Marisa cayó en la cuenta de que se había quedado con un montón de pesos uruguayos... Inútil, por supuesto, buscar una casa de cambio abierta. Para transformar la necesidad en oportunidad, como quien dice, decidimos ir a gastar ese dinero en una cena como no nos la habíamos dado en todo el viaje, una cena copiosa, caliente y bien preparada en un restaurant.

Continuará...

domingo, 22 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 14: Valle Edén

El día después a nuestra llegada, Tacuarembó continuaba asfixiante de calor y humedad. Despertamos gustosamente más tarde que muchos otros días, sin compromisos para la mañana, y una vez en la calle, resignadamente, fuimos siguiendo la sombra en la vereda.

Datos para el pasajero que no llega (by pablodf) Hay dos museos en Tacuarembó: el Histórico y el de Geociencias. Ninguno de ellos es notable, pero estaban bien para una visita breve. Ninguno de los dos tenía aire acondicionado. La señora que atendía (con aburrimiento supremo) el Museo de Geociencias nos lo hizo notar, al tiempo que nos guiaba por una sala donde las etiquetas hacían totalmente innecesarias sus explicaciones.

Cerca del mediodía nos dirigimos a la terminal a esperar el colectivo que nos llevaría a Valle Edén, a 23 km de la ciudad de Tacuarembó, punto turístico recomendado y que prometía mucho verde, agua y fresco, además de ser la sede del Museo Carlos Gardel. En este museo se exponen abundantes pruebas de que el Zorzal Criollo nació allí en Tacuarembó, hijo bastardo de un militar mujeriego, y no en Francia..., aunque esas pruebas sólo resulten claramente ciertas para los tacuaremboenses.

El ómnibus llegó puntual, y luego de unos cuarenta minutos nos depositó en la entrada de Valle Edén, bajo un cielo de donde caía una catarata de sol. Primer error: el museo está a un kilómetro de la entrada; si hubiéramos preguntado el ómnibus nos hubiera dejado más cerca de allí. La caminata nos comenzó a mostrar lo que luego se haría penosamente obvio: que Valle Edén no era un paraíso en el verano, excepto para el que cuenta con un vehículo rápido y con aire acondicionado.

En la vía (by pablodf) El museo era un oasis de frescura, una casa con muchas fotos y copias de documentos históricos sobre Carlos Gardel, todo ello ambientado con tangos de fondo. Nos demoramos allí, por mi parte sin demasiado interés por el infernal clima del exterior. Cuando terminamos con la visita, nos sentamos a comer a un lado del museo, bajo unos árboles. Visitamos lo que queda de la Estación Valle Edén, donde hay un par de locomotoras abandonadas, dando al visitante un falso sentido de seguridad (ya que al rato pasó un tren a toda máquina). Después, mapa en mano, me fui a preguntar cómo hacíamos para llegar a los lugares de curiosos nombres que figuraban allí como atracciones.

En Valle Edén no hay nada, nada, que esté cerca de otra cosa. El punto turístico más cercano estaba a unos siete kilómetros, practicables quizá para gente más curtida o con temperaturas menos elevadas, pero no para nosotros dos. No nos amilanamos. Siguiendo las indicaciones de un baqueano, echamos a andar hacia la Gruta de los Chivos, pero al cabo de un rato comprobamos que el mapa, o las indicaciones del baqueano, o más probablemente ambos, no se correspondían con la realidad. Volvimos al punto de partida, a la vera de un arroyo pedregoso, bajo y lleno de barro verde (descripto en el folleto turístico como "de aguas cristalinas"), y cerca de un puente colgante (al que no nos atrevimos a subir).

A esta altura era claro que la única idea buena que había tenido al poner rumbo a Valle Edén era insistir en que lleváramos dos litros de agua fresca encima, a pesar del peso y de que significaba resignar los mates de la tarde. No hace falta aclarar que, de todos modos, tomar mates calientes en un día con sensación térmica de 40 grados no era una prioridad. Transpirábamos de sólo estar sentados. Y sentados íbamos a tener que estar, porque el único colectivo de vuelta a Tacuarembó pasaría después de las siete de la tarde. Y eran las dos.

Vaquero (by pablodf) Enfrentados con la perspectiva de cinco horas de espera en ese sauna a cielo abierto (que piadosamente se empezaba a nublar), agotamos todos los temas de conversación, incluyendo el de cómo llegamos aquí y por qué el tipo de información turística no nos dijo que no fuéramos a Valle Edén. Hacía de verdad mucho calor (no puedo dejar de recalcarlo) y teníamos que cuidar el agua.

Durante un buen rato pensamos en ir hasta la ruta a hacer dedo. Pero no habíamos visto a nadie hacer dedo en Uruguay, ni menos en Tacuarembó. Quizá no fuera costumbre; quizá aquí en el interior profundo del país nadie tuviera esa costumbre. La ruta no nos había parecido muy transitada. Y en la ruta no habría muchos lugares convenientes para esperar y con sombra. Resolvimos en contra. ¿Qué hacer?

Yo había traído un libro, más por tener espacio en la mochila que por otra cosa, pensando que quizá nos acostaríamos un rato en el pasto fresco de ese paraíso que supuestamente era Valle Edén. Lo saqué y empecé a leer, pero enseguida me di cuenta que Marisa, que no había traído su libro, se iba a aburrir todavía más mirándome leer a mí. Le dije si no quería que le leyera en voz alta. Y ésa, creo yo, fue la segunda idea buena que tuve en Tacuarembó. El libro era "Memorias del desierto", de Ariel Dorfman, exiliado chileno radicado en Estados Unidos, y relataba su viaje por el norte de Chile, investigando de cerca la historia de los pueblos surgidos a finales del siglo XIX y principios del XX junto a las minas de salitre. No sólo era entretenido y conmovedor, sino ideal para viajeros como nosotros, ideal para olvidar el calor pesado, para pasar las horas, para detenerse después de unos párrafos y conversar sobre lo leído.

Cuando faltaba todavía un buen rato para la hora señalada, y ya ni siquiera el libro ni la conversación surgida de él eran suficientes para tenernos en calma, nos levantamos para ir hasta la ruta. Habíamos zafado del tiempo muerto y del malhumor y hasta nos quedaba un poco de agua, que bebíamos de a sorbitos. El clima también había mejorado, desde nuestra perspectiva: se había cubierto el cielo, y soplaban ráfagas de un viento prometedoramente fresco. Empecé a temer que nos cayera una tormenta encima...

A eso de las seis y media pasó el colectivo en dirección a Tambores, el final de su ruta, de donde tendría que volver. A partir de ese momento la espera se hizo más fácil. Una hora después vimos venir el mismo ómnibus, le hicimos seña, nos sentamos, felices, felices.

Con precisión casi cronométrica, llegando a Tacuarembó empezó a llover. No teníamos comida para la noche, y yo tenía que hablar por teléfono a Paysandú para confirmar a nuestro próximo alojamiento que íbamos a ir. Corrimos por las calles que comenzaban a empaparse; transpirados del día y mojados de lluvia nos metimos en un supermercado, compramos cualquier cosa, y conseguimos hablar en un teléfono a tarjeta. Diluvió toda la noche, y así por fin llegó el fresco que habíamos añorado todo el día.

Continuará...

viernes, 20 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 13: Conociendo Tacuarembó

San Fructuoso (by pablodf)
Iglesia de San Fructuoso, Tacuarembó
¿Cómo se nos ocurrió ir a Tacuarembó, en el interior profundo de Uruguay, más cerca del sur de Brasil que de la costa atlántica? La cuestión pasó por un criterio estrictamente geográfico: el objetivo era no quedarnos todo el tiempo en la costa, y no volver por el mismo lugar por donde habíamos venido. Tacuarembó no es un lugar con atractivos turísticos internacionales, salvo que uno sea un verdadero fanático de Carlos Gardel (ya hablaré de eso a su tiempo).

Como fuera, resulta que Uruguay sufre del mismo tipo de macrocefalia que Argentina, sólo que más pronunciada todavía; si en Buenos Aires y su conurbano reside entre la tercera y la cuarta parte de la población argentina, la mitad de población uruguaya (sólo un décimo de la argentina) está concentrada en el departamento de Montevideo. O sea que todos los caminos llevan a Montevideo. O sea, para hacerla corta, que no hay ruta directa desde Rocha hasta Tacuarembó. El viajero que quiera ir hacia el corazón gaucho del país no tiene más remedio que ir primero al oeste-suroeste hasta Montevideo y luego esperar la combinación que lo lleve en dirección norte-noreste hasta Tacuarembó.

De manera que, pese a todo, sí volvimos sobre nuestros pasos, aunque nuestra estancia en Montevideo fue mucho más corta; por una afortunada coincidencia, el colectivo que a las 6:30, seguido por la luna llena, nos arrancó de la fresca noche de La Pedrera, nos dejó en Tres Cruces, Montevideo, unas cuatro horas después, y menos de una hora antes de que saliera un bus hacia el interior.

El viaje fue largo: unas cinco horas (largo para los estándares uruguayos). Medio dormidos, nos internamos en un país plano, planísimo, verde, de vacas y ovejas desperdigadas. Con el mapa en la mano pero ningún otro conocimiento de la geografía real, yo intentaba adivinar y recordar los nombres de los pueblos y ciudades por las que pasábamos. Sabía que cruzaríamos varias capitales departamentales y un gran río... Llegamos a Durazno (qué hermoso nombre, pensé) y después, mucho después, cuando ya había empezado a perder la esperanza de ver agua corriendo alguna vez, vi venir un puente, una extensión líquida, y zas, en un santiamén habíamos cruzado por sobre un río azul, bordeado de árboles, y nos saludaba un inmenso cartel amarillo con la silueta negra de un toro, emblema del agua tónica más famosa de nuestros dos países (cuando yo era más chico suponía que "agua tónica" era sólo una forma no comercial de denominar a la Paso de los Toros). Por supuesto, de la susodicha sólo queda la marca, comprada por un grupo hiper-recontra-multinacional que (seguramente) proclama que la fabrica con "la misma frescura de siempre", o algo así.

Llegar a Tacuarembó y bajar fue literalmente un golpe de calor. Del fresco marino y del aire acondicionado montevideano habíamos pasado sin solución de continuidad a la subtropicalidad de una ciudad mediterránea. Y eran las cuatro de la tarde, y en la terminal de ómnibus de Tacuarembó no había aire acondicionado. Fuimos a la oficina de informes turísticos, donde se nos informó que en Tacuarembó lo turístico está fuera de la ciudad y de ninguna manera pensado para visitantes en colectivo.

Desarmados y pegajosos, marchamos, mochilas al hombro, hacia el centro de la ciudad y nuestro hotel, que resultó ser una curiosa pero finalmente satisfactoria mezcla entre lo desarreglado y lo espacioso. Después de los ya casi olvidados días en esa barraca confusa que fue el hostel de La Paloma y las jornadas en la acogedora pero pequeña habitación de La Pedrera, con su baño sin puerta, esto era el paraíso. Nos dimos un baño y, a pesar del terrible calor del exterior, nos aventuramos a caminar.

Laguna (by pablodf)
Laguna de las Lavanderas


Transporte tacuaremboense (by pablodf)
Motos cruzando un puente de colores
Tacuarembó es pueblo, un pueblo de cincuenta y tantos mil habitantes, desparramados, pero pueblo al fin, con tardes vacías hasta la puesta del sol, muchos jóvenes en moto, una plaza grande en el medio, una calle principal a cada lado de la plaza, y una iglesia a un costado. Si no hubiera sido un agotamiento caminar incluso a la sombra, podríamos haberlo apreciado más, estoy seguro. Tal como fueron las cosas, no había mucho que ver, de manera que tomamos el camino hacia la única atracción turística accesible a pie, la Laguna de las Lavanderas.

Si una imagen vale más que mil palabras, hay que hacer la salvedad de que esas palabras pueden ser mentirosas. Las postales de la laguna mostraban un hermoso espejo de agua rodeado de verdor y sombra; sólo de cerca podía observarse que la quietud del agua era en verdad simple estancamiento. Había abundante vida y mucho verde allí, pero daba asco siquiera pensar en tocar el agua con la punta de un dedo del pie.

Huimos, pues, y de vuelta en la ciudad, atravesando un puente pintado de colores claros y desaturados (el multicolor emblema del municipio de Tacuarembó, según supimos), nos metimos en un cíber, y después de eso nos fuimos a buscar un lugar para comer. Compartimos un inmenso sandwich y una cerveza en un bar, sentados vecinos a dos jóvenes turistas extranjeros de hablar anglosajón y pinta mochilera, que por alguna extraña razón (así es el mundo, así la globalización) habían ido a parar a este rincón del planeta, el mismo que nosotros dos.

Estábamos frente a la plaza principal, que se iba llenando, y sobre la calle principal, que zumbaba de motitos. Lo de las motos lo recalco porque parece ser una constante en los pueblos-ciudades de tamaño mediano donde el transporte público es poco o nulo; en Chilecito, La Rioja, habíamos observado que todos los jóvenes parecían tener una moto, pequeña o grande no importaba, nueva o vieja, pero siempre un medio de transporte propio, pequeño y relativamente económico, para no estar obligados a elegir entre la lenta caminata y el taxi caro.

En Tacuarembó, por supuesto, los chicos venían en moto o bicicleta con su termo y su mate, proeza que no podría imitar; se bajaban en la plaza, ponían música, charlaban y tomaban mate. Nada, o casi nada, de cerveza ni de vino ni de tragos, que en Argentina y en las plazas y en todos los lugares donde se juntan jóvenes forman esa mezcla de donde surge inevitablemente la molesta desfachatez y la violencia. Era todavía temprano, claro, pero el asunto pintaba para largo, y no parecía que los chicos y las chicas fueran menos felices ni estuvieran menos entretenidos que sus homólogos argentinos, que hoy en día proclaman o asumen que necesitan alcohol en la sangre para divertirse.

Con esta reflexión (y con unos vasos fríos de cerveza en nuestra sangre) terminamos la cena y nos fuimos al hotel a descansar.

Continuará...

miércoles, 18 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 12: Cabo Polonio

Apretados

El Mamut (by pablodf)
Cabo Polonio es una prolongación de tierra que entra en el mar, rodeada y casi tapada por inmensas dunas. Hace unos años era bastante difícil llegar. Hoy todavía es necesario bajarse antes, subirse a un gran vehículo todoterreno, y sacudirse a baja velocidad durante media hora a lo largo de un camino de arena.

La diferencia es que antes (me dicen) había un solo gran camión con tracción 4×4, que partía del medio de la nada y llegaba a lo que era entonces un pueblito de pescadores sin agua potable ni energía eléctrica, habitado ocasionalmente por hippies y aventureros; y ahora hay toda una flota, un pequeño emporio de vehículos, en un predio abierto donde hay cabinas para comprar boletos y una edificación con baños públicos, y al final del camino el pueblito se ha transformado en un lugar todavía pintoresco y rústico, pero populoso, con alojamientos decentes y hasta con un restaurante de mariscos.

El día era espléndido, sin amenaza alguna de esas nubes o esos vientos fríos que nos habían perseguido anteriormente. Tomamos el ómnibus que iba hacia Barra de Valizas y nos bajamos un poco antes; allí abordamos "El Mamut", junto con un par de docenas de personas, y sobre esa mole, comprimidos, viajamos por el camino arenoso, ondulado, hasta que a lo lejos se empezaron a ver dunas y una playa de color uniforme, unas casitas desparramadas, un mar azul turquesa. El Mamut nos paseó junto al mar un rato, dobló a la izquierda, y nos depositó en un punto de la costa que no se distinguía de ningún otro.

Faro entre las rocas Nos untamos de protector solar (que a la larga resultaría ser insuficiente) y allí a unos pasos, en la playa, nos sentamos a comer nuestro almuerzo de sandwichitos, que corría serio riesgo si esperábamos más. Aun sin viento, el mar se veía fabuloso, agitado; a lo lejos creí ver tablas de surf. Del otro lado se veían unas islas pequeñas con unos puntitos oscuros sobre las rocas desnudas y centelleantes, golpeadas por la espuma: lobos marinos, que se reúnen, aparentemente, para estar juntos y reposar al sol durante todo el día. Más allá, sobre nuestra costa, había más rocas y un faro. Hacía alí caminamos, para bajar la comida.

Macho lobo En el camino nos encontramos con un rinconcito donde las rocas bajaban hasta el mar, y en un sector cercado un cartelito que anunciaba: "Lobería". A pocos metros, unos veinte lobos marinos, negros y marrones, relucientes de agua salada, dormitaban o se desperezaban. No se puede decir que fueran animales muy activos. Uno que parecía un macho con melena bramaba débilmente, irguiéndose sobre sus aletas, y por otro lado un cachorro todo negro se rascaba, distraído del mundo.

Nos retrepamos a las rocas y seguimos camino al faro. Llegamos arriba sin aliento (¡120 escalones!) pero el esfuerzo nos fue recompensado: desde allí los ojos podían abarcar no sólo el mar y las dos o tres islitas de los lobos marinos, sino también todo el Cabo con playas a ambos lados y las grandes dunas de color amarillo azafrán a lo lejos. (Tomé allí una foto panorámica que pronto, espero, estará adornando mi habitación con su metro y medio de longitud.)

El mar se veía invitante. Ya habíamos tenido suficiente de caminar y subir escaleras. Nos apresuramos hacia la playa, hacia un lugar donde no hubiera tanta gente, y nos metimos al agua. (Como otras veces, me quedé mucho más que Marisa, y volví varias veces. Era con mucho la mejor playa que habíamos experimentado en todo el viaje.)

Enseñanza sobre lo infinito (by pablodf)

La tarde se nos venía encima. La playa a lo lejos se iba vaciando de gente y prometía una paz incomparable y una vista para meditar. Nos pusimos en camino otra vez, el sol quemándonos de lado, y pronto llegamos a donde las dunas están a pocos pasos del mar y sólo quedan bañistas solitarios y meditabundos buscando el silencio. Trepé a una duna y miré a mi alrededor. Hubiera sido fácil bajar del otro lado y volver a trepar, y perderme en la arena caliente y fina, pero tuve que precipitarme hasta la playa, donde Marisa esperaba y me sacaba esas típicas fotos de turista que saluda desde lejos como si hubiera trepado a la cima del mundo.

Gran duna

Habíamos ido hacia un extremo del cabo que parecía estar lejos, pero no imposiblemente lejos, y no habíamos llegado ni a la mitad del trayecto, y ya era apenas visible el faro y las casitas del poblado. No estábamos precisamente sobre la hora, pero no era prudente esperar más para volver. Cuando, media hora más tarde, tomamos a uno de los hermanos del "Mamut" de vuelta, y tuvimos que esperar luego 45 minutos el colectivo en la ruta, nos lamentábamos de no haber aprovechado hasta el último minuto; pero así de cruel es el destino del turista que depende de sus pies y de vehículos ajenos.

Libres

Agotados al volver, logramos arrastrarnos hasta un supermercado y comprar espirales para ahuyentar a los mosquitos, además de una cena rapidísima, antes de caer en un sueño profundo. Ya no habría más playas. Con los ojos cansados y la piel quemada nos despedíamos de las costas de Uruguay; al día siguiente, antes de que saliera el sol, estaríamos en camino hacia Tacuarembó, vía Montevideo.

Continuará...

lunes, 16 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 11: La Pedrera

El día que llegamos a La Pedrera se cumplía una semana de viaje, y como otras veces antes y después, me resultaba increíble que tanto pudiera haber ocurrido en tan poco tiempo...

El Tucán Ya habíamos llamado a Janneo, el dueño del hostel de La Pedrera, para asegurarle, prometerle, jurarle que no le íbamos a fallar. Incluso así no se había quedado muy conforme, y cuando nos recibió en su casa, cerca del mediodía, lo hizo con alegría y con visible alivio, y enseguida nos acomodó en la habitación. Era bueno tener al fin un lugar para nosotros solos, con un baño privado donde no había que hacer cola para bañarse ni rezar para que hubiera agua caliente, y sin valijas ajenas desparramadas por el piso.

La habitación en sí era pequeña (la cama ocupaba casi todo el espacio), pero luminosa, pintada de blanco, con un baño inmaculado (aunque separado del dormitorio sólo por una cortina de tela), y la ventana corrediza era también la entrada.

No se proveía desayuno ni había cocina, lo cual borroneaba bastante la definición de "hostel" y hacía que el precio pareciese menos aceptable, pero después de tres días de hacinamiento, era el paraíso. Salimos, pues, a buscar un almuerzo, y como estábamos de buen ánimo tiramos la casa por la ventana: nos sentamos a la mesa de un restaurant, a un costado de la calle principal inundada de sol y arena, a comer una buena comida con una cerveza fría.

Si La Paloma puede llamarse una ciudad pequeña, La Pedrera es definitivamente un pueblo. La única calle asfaltada es la principal, que lleva derecho al mar, el cual por otra parte no está nunca lejos en una u otra dirección.

Calle principal

Menú

Marisa lo recordaba nebulosamente de una visita hacía añares. El lugar había cambiado bastante; habían aparecido muchas casas lujosas cerca de la costa, había instalaciones en la playa antes desierta, y los visitantes no eran todos jóvenes aventureros sino también gente mayor y familias, incluida una importante proporción de argentinos. A ambos lados de la calle principal, surcada por camionetas y por una caravana constante de bañistas, se alineaban bares, restaurantes, panaderías y rotiserías, además de un par de supermercaditos y unos cuantos puestos de artesanías.

Después de bajar la comida como pudimos, nos fuimos al mar. Otra vez nos tocó un poco de viento y nubosidad. Mi secreta esperanza de ver una tormenta sobre el mar no se cumplió.

Bajada a la playa

Nos quedamos un rato largo, hasta que empezó a hacer fresquito (el clima nocturno exigía ya un abrigo ligero). Volvimos al hostel, nos bañamos para quitarnos el frío, la arena y la modorra, y salimos a comprar algo para comer. A Marisa, que por lo visto no estaba en su mejor época, le cayeron terribles las empanaditas que pedimos, y casi no pudo dormir. Yo tampoco la pasé bien, ya que (como en Montevideo) me atacaron los mosquitos. Llevábamos pastillas de repelente desde Montevideo (¡Kazador!), pero aquí no había el aparatito que se enchufa con ellas, así que durante mi insomne velada me hice la promesa solemne de nunca, nunca quedarme a dormir en un lugar sin llevar repelente en aerosol o espirales.

Desde La Paloma no habíamos podido coordinar un viaje a Cabo Polonio, y aquí en La Pedrera habíamos preparado todo para ir al día siguiente. Lindo viaje íbamos a tener, yo sin dormir y Marisa atacada del estómago... Pero finalmente el cansancio pudo más, y cuando al otro día nos levantamos, todavía con el pueblo entero sumido en el silencio y la frescura de la mañana, logramos ponernos en marcha con la ayuda de un café y un té, en una panadería evidentemente acostumbrada a atender turistas desvelados.

Sólo nos quedaba un día de playa...

Continuará...

jueves, 12 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 10: Fortaleza y parque de Santa Teresa

Fortaleza (by pablodf) La Fortaleza de Santa Teresa está cerca de la costa, y empezó a ser construida en 1762 por los portugueses. Los españoles la tomaron y la terminaron. Después de pasar por guerras y conflictos de toda clase, quedó abandonada y se deterioró mucho. En 1928 un arqueólogo se puso a la tarea de lograr su reconstrucción, y así ha llegado a nuestra época. Hoy es un museo y marca la entrada al Parque Nacional Santa Teresa.

Aquel día salimos a media mañana de la terminal de La Paloma sin demasiada idea de cómo era el lugar que íbamos a visitar, y pensando que quizá podríamos pasar luego por Punta del Diablo, que está cerca. El ómnibus que nos llevó iba hasta Chuy, en la frontera con Brasil, y se iba metiendo en cada ciudad que encontraba en el camino, con lo cual el viaje llevó el doble de tiempo del que debería.

Viejo símbolo (by pablodf) Apurados, nos bajamos frente a la Fortaleza, y nos dimos cuenta enseguida de que no había sido buena idea, ya que el ómnibus siguió su camino hacia el interior del Parque Nacional. El sol caía a pique, no nos llegaba nada del viento marino fresco que nos había acompañado durante otros días, y para peor, las paredes de piedra maciza de la Fortaleza no mostraban ninguna abertura, ni un alero siquiera. Para posponer un rato un paseo que prometía ser muy caluroso, y para evitar una intoxicación posterior, comimos, sentados en una piedra cuidadosamente elegida para que la pared nos protegiera del sol (no había ni metro y medio de sombra), unos sandwichitos que habíamos traído.

Resultó, al dar una vuelta, que la puerta de entrada a la Fortaleza estaba del otro lado. Una vez adentro, encontramos sombra y fresco en las grandes salas de piedra que se usaron, hacía tanto tiempo, para alojar a soldados y oficiales, para preparar su comida, para rezar y oír misa, para reparar armas, para herrar caballos y para guardar municiones. Había, como suele ocurrir, armas antiguas y modernas en heterogéneas series, balas de cañón, objetos cotidianos rescatados del pasado, banderas antiguas, uniformes, una capilla con una Virgen llorosa, y hasta una sala de letrinas.

El contraste entre el interior de esas cámaras oscuras, de paredes de un metro de espesor, y el exterior calcinante, era terrible. Desde las torres de vigilancia de la Fortaleza se podía recibir algo de brisa, pero eso era todo. Como yo me pusiera fastidioso (cosa que creí notar y que Marisa me confirmó al preguntarle), dimos por terminada la visita y nos fuimos a la playa, pasando por el camping del parque y comprando (de paso) los boletos que nos asegurarían ir sentados en el colectivo a la vuelta.

En cuanto vi el mar mi fastidio se calmó del todo. Ya no importaba el calor. De hecho, el calor era una bendición, que alentaba a meterse al agua y a disfrutarla. El problema era el viento... otra vez el viento. En un momento determinado, la arena fina, casi incolora, empezó a volar y picarnos las piernas. Nuestras cosas (ropa, toalla, cámara de fotos...) se cubrían de arena. A pocos metros de nosotros, el viento arrancó una sombrilla y se la llevó a los tumbos, seguida infructuosamente por su dueño, a lo que pareció una distancia increíble.

Simplemente mar (by pablodf)

Pero las olas eran fabulosas, la playa era ancha y apacible, y en el agua el viento y la arena no existían.

Con todo, finalmente tuve que conceder. Le quitamos la arena a nuestras cosas y nos retiramos. En un recodo del camino tomamos unos mates tardíos (que habían sido imposible preparar antes, con tanta arena volando), y después nos metimos en el corazón del parque.

Green peace (by pablodf)

Espejo con isla (by pablodf)
El parque es bastante grande... no inmenso, pero sí grande para caminar casualmente. Había muchas palmeras altas, de esas palmeras estereotípicas con hojas relativamente pequeñas apretadas en la punta, pero también árboles frondosos, y muchas flores y arbustos. En donde uno hubiera esperado guardaparques o guías había unos cinco individuos que, al acercarnos a preguntar, parecieron librar una corta competencia de miradas para decidir quién se movería para hablar con nosotros. Nos dieron un mapa y al mismo tiempo la recomendación de no hacerle caso al mismo. Caminamos, pues, siguiendo indicaciones verbales, en medio de unos árboles gigantescos, con una corteza lisa y lustrosa, que parecía de plástico duro, y acompañados por los chillidos y gritos de una cantidad inconmensurable de cotorras.

Llegamos así a la Pajarera, que resultó ser una serie de jaulas y corrales con aves de variadas especies (desde gallinas con cresta hasta un tucán), además de otros animales (monos, conejos), amén de un par de gatos que los visitantes llamaban y acariciaban, y que de cuando en cuando se sentaban y miraban atentos, en una especie de trance, hacia el interior de las jaulas de los pájaros más pequeños.

Nutria al descubierto (by pablodf) Cerca de allí había una pequeña laguna, con palmeras de un lado y una especie de balcón de madera en el otro. En la laguna había patos, y bajo el balcón, escondida entre las hierbas y el barro de la orilla, una nutria, animal poco visto, que hizo las delicias de un grupo de chicos que trataban de adivinar si era una rata gigante, una especie de hamster o un carpincho.

Se acercaba la hora de volver (el último colectivo), y tuvimos que resignar el atardecer en el parque. Estaba claro que deberíamos haber ido primero allí, al verde y la sombra, y luego a la Fortaleza, pero así salió, y fue un buen día. Era el tercero en La Paloma, y la noche final de nuestra estadía allí. Siguiente parada: La Pedrera.

Continuará...

domingo, 8 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 9: Avistamiento de aves en La Paloma

El segundo día en La Paloma comenzó temprano. Habiéndonos acostado muy cansados la noche anterior, el sueño vino tan rápido y fue tan abrumador que, a pesar del hacinamiento lleno de murmullos y el colchón finito, cuando me desperté no me había movido, ni había soñado (nada que yo recuerde), ni siquiera había despertado una vez y levantado la cabeza en la oscuridad, como suele pasarme.

Carpintero nuca roja
carpintero de nuca roja

Carpintero de campo
carpintero de campo

Garcita (by pablodf)
garza blanca

Ostrero común (by pablodf)
ostrero común
Se percibía un fresco matutino muy estimulante, y había bastante luz. Me asomé y comprobé sorprendido que Marisa no estaba allí. No eran más que las siete y media de la mañana; yo soy madrugador por costumbre del trabajo, pero ella no; ¿habría ido al baño? Salí, tratando de no pisar nada ni a nadie. Marisa estaba leyendo en la hamaca paraguaya, bajo la parra, en el patio casi completamente silencioso (se oía el agua de la fuente en el otro patio).

El hostel evidentemente no era de los que alojan madrugadores, y el desayuno se servía a las nueve, así que decidimos matar el tiempo caminando por ahí. La mañana parecía de otoño por lo fresca, pero llena de verde y luz y sin un vestigio de esa niebla o grisor que asociamos a la estación. Volvimos al hostel a tiempo para sentarnos a la mesa de afuera, con café con leche y una pila de tostadas y bizcochos con mermelada.

Después de esta abundante alimentación, con nuestro fiel mapa desplegable en la mano, nos encaminamos hacia la zona del puerto y su escollera, para rodearnos de mar. Al ir llegando pasamos por una pequeña base naval, en cuyos terrenos adyacentes merodeaban aves: nuestros familiares teros, y otros que no reconocí. Los perseguí, zoom al máximo, mientras Marisa esperaba pacientemente. Al final logré una foto pasable de (lo que después supe que era) un carpintero de nuca roja y un carpintero campestre. Yo creía honestamente que los pájaros carpinteros eran todos pajaritos con cresta colorada que vivían trepados a los árboles haciendo agujeros, pero resultó que estos prefieren el pasto.

La escollera era angosta y larga. Del lado del puerto protegido una inmensa bandada de aves acuáticas levantó vuelo cuando nos vio llegar, a doscientos metros de distancia. En el agua calma había unas aves de copetito, con cuello largo y de tono rojizo, desconocidos para mí: resultaron ser macás grandes, machos, con plumaje nupcial, es decir, en época de reproducción (de esto acabo de enterarme, por lo cual supongo que debe haber habido también hembras, mucho menos vistosas). Del lado del mar, sobre las rocas, había los omnipresentes biguás, docenas de ellos, contentísimos al sol, junto con alguna que otra garcita blanca, un par de ostreros (chiquitos, con pico largo y anaranjado subido), y gaviotas cocineras (blancas, de pico y patas amarillos, con alas negras ribeteadas de blanco).

Esta fiesta ornitológica no evitaba que el sol siguiera subiendo y picando cada vez más. Al volver nos internamos por otro camino, para pasar por la vieja estación de trenes, y allí notamos la tremenda diferencia entre un mediodía soleado con el fresco viento marino y uno donde no hay viento, ni apenas sombra, entre los árboles. No recuerdo qué comimos, pero sé que después de la larga caminata al sol quería dormir una siesta. Marisa declaró que no tenía intención de dormir, y se fue con su libro a la hamaca paraguaya; como era de esperarse, cuando fui por ella al patio una hora y media después, estaba profundamente dormida.

La tarde comenzaba a cubrirse de nubes. Habíamos planeado ir a la otra playa, la que no habíamos visitado antes, La Aguada, cruzando un bosquecillo (donde hay un camping), y luego tomar unos mates junto al mar, visto que estaba refrescando. Apenas llegar nos dimos cuenta de que no íbamos a poder ni siquiera cebar un mate, porque el viento era tan fuerte que la arena volaba, nos azotaba la cara, y apenas nos dejaba estar con los ojos abiertos. Nos retiramos al bosque, y aun entre los grandes árboles tardamos un rato en encontrar un lugar reparado para nuestro pobre picnic.

Desde el día anterior yo había estado preocupado por conseguir alojamiento en La Pedrera (y más cuando constaté las condiciones del hostel de La Paloma), y había localizado un lugar. Así que al volver de nuestro paseo, fuimos a un locutorio y llamé. El dueño de este, el único lugar que nos podía alojar, no terminaba de definirse: que sí, que tenía lugar, una habitación doble, y tendría lugar para dentro de dos días, pero asegurar, asegurarlo no podía, pero si yo insistía bueno, tendría que venir y veríamos de tener un lugar, y así, sin fin. La indecisión me resultaba más preocupante que molesta, ya que en La Pedrera no hay precisamente una sobreabundancia de alojamientos baratos, mucho menos disponibles en la primera quincena de febrero. Prometí llamar a este buen hombre de nuevo al día siguiente para asegurarle que iríamos.

Nos abrigamos, porque se había puesto realmente fresco, y recorrimos nuevamente la feria de artesanías que estaba frente al hostel. Si en Argentina las buenas artesanías suelen estar un poco caras para el paseante casual, aquí eran carísimas, por lo cual y para no volver con las manos vacías, compramos cada uno un mate de calabaza tallado.

Al otro día planeábamos una excursión fuera de La Paloma, a la famosa (pero nebulosamente retratada en los folletos de turismo) Fortaleza de Santa Teresa.

Continuará...

lunes, 2 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 8: Llegada a La Paloma

Terminal de La Paloma (by pablodf)El 4 de febrero por la mañana nos despedimos del hostel montevideano que nos había alojado durante tres noches, de las calles de la Ciudad Vieja y de la amplia metrópolis capitalina. El viaje duró bastante y, para mi decepción, apenas si pudimos ver el mar en algún punto. Sin pena ni gloria pasaron de largo los suburbios de Punta del Este; casi dos horas después entramos a Rocha, capital del departamento homónimo, y al rato bajamos en la pequeña terminal de La Paloma.

Como ya es automático para nosotros, pedimos un mapa y preguntamos por nuestro hostel, adonde nos dirigimos a pie. Por cuestiones de disponibilidad primero y de precio después, en La Paloma no nos había quedado otro remedio que reservar lugar en una habitación compartida (lo que se llama un "dormi"). Mi experiencia hostelera en ese sentido era más o menos variada, pero no me había preparado para esto: una habitación mixta con cinco camas cuchetas, bajas y con aspecto poco firme, con los colchones más delgados que se hayan visto, y unos lockers pequeños, todo lo cual se llenó demasiado pronto de gente. La gente que elige dormir en habitaciones compartidas mixtas de bajo precio suele venir con abundante equipaje y disponer de él libremente en el espacio (vale decir, había inmensas mochilas desparramadas en el centro de la habitación todo el tiempo).

El lugar tenía un staff reducido, por no decir dos personas (en todos los turnos y no simultáneamente), y también era reducido en otros dos aspectos importantísimos para un hostel: los baños y la cocina. Ésta última era tan pequeña que dos personas no podían entrar al mismo tiempo, y no tenía mucho equipo, aunque por fortuna funcionaba bien. En cuanto a los baños, eran pocos y como es lógico no estaban limpios, ya que entre tanta gente alojada siempre debe haber algún que otro sucio. Mi primera ducha (ansiada) fue con agua fría; para la segunda tuve la precaución de levantarme temprano, antes que el agua caliente se agotara.

Los hombres al menos teníamos la ventaja de la rapidez; algunas de las mujeres se las arreglaban para tardar media hora cada una o más, con lo cual se formaban colas de espera (pregúntenle a Marisa si quieren saber). Naturalmente las mujeres emergían del baño como del salón de belleza, lo cual me confirma que a veces los hombres somos demasiado perezosos para tomarnos nuestro tiempo, aunque en estos casos la dejadez ayuda a evitar el mal rato. (Mis impublicables autorretratos de esos días confirman que me olvidé completamente de peinarme, afeitarme y elegir la ropa una vez que salí de Montevideo.)

Patio (by pablodf) No quiero castigar con todo al hostel, ya que había unas cuantas cosas buenas en él. En primer lugar, era barato y estaba bien situado. Por más delgados que fueran los colchones, se podía dormir en ellos. El desayuno no sólo era abundante sino variado: café (con o sin leche) y medialunas o bizcochos con mermelada para los tradicionales, jugos y rebanadas de sandía fresca para los demás, todo desparramado con generosidad en una mesa de pool cubierta. Afuera había sillas para desayunar mirando la calle, y dentro un gran patio cubierto por una parra densa (un refugio para las horas de sol), y una hamaca paraguaya.

Me adelanto, no obstante. El primer día, como dije, llegamos después de un viaje un poco largo, así que dejamos rápidamente las mochilas y fuimos a comer al lugar más cercano que habíamos visto: un barcito o carrito cruzando la calle de la terminal, donde nos sirvieron un sandwich de algo que era milanesa de nombre, aunque no de aspecto ni de textura, y que se notaba empapado en un aceite antiquísimo. Mis crónicos problemas digestivos no hicieron su aparición, como no lo habían hecho antes ni lo hicieron hasta después de que retorné de las vacaciones, signo claro de que el trabajo no sólo no es salud sino que debería estar contraindicado.

Después de esperar un plazo prudencial nos fuimos a la playa, nuestro primer encuentro con el mar verdadero aquí en Uruguay (como ya he dicho, en Montevideo el río es prácticamente mar, pero es un tecnicismo), y allá fui, según Marisa "como un chico", lo cual es perfectamente comprensible. A ella le gusta el mar pero más bien para mirarlo y escucharlo; yo tengo que meterme en el agua y de ser posible ser golpeado, arrastrado, zarandeado, rudamente acunado por ella para sentirla.

El refugio (by pablodf)

Mi pequeño secreto es que era la primera vez que me metía al mar. Cuando chico nunca vacacionamos, como tantas otras familias argentinas, en Mar del Plata o Mar de Ajó o San Clemente del Tuyú; cuando adolescente ya no vacacionamos; cuando, más de grande, tuve mi propio trabajo y la capacidad de disponer de mi dinero y de hacer mis propios planes, nunca se me ocurrió poner rumbo al mar sino al bosque tupido o a las montañas o al desierto. Así que ahí estaba, 32 años y pisando por primera vez la arena empapada, sintiendo la espuma ir y venir sobre mis pies, el golpe fresco y la bienvenida brusca de las olas rompientes, la sal en la boca. Si alguna vez llego a acostumbrarse, dejaré de ser un chico ante el mar y seré un simple bañista, pero eso no va a ocurrir en un futuro próximo.

El viento sopla siempre aquí, y no era cosa sencilla quedarse en la playa esperando que el sol lo secara a uno. Después de unos cuantos chapuzones, volvimos a la ciudad, paseamos, compramos comida, fuimos al hostel, nos abrigamos. Bajamos a la playa a ver el atardecer y nos quedamos allí, dos enamorados mirando el sol y las olas, exactamente como lo deben haber hecho incontables parejas en incontables atardeceres desde que el mundo es mundo.

Ocultamiento del esplendor (by pablodf)

Continuará...