Hay dos museos en Tacuarembó: el Histórico y el de Geociencias. Ninguno de ellos es notable, pero estaban bien para una visita breve. Ninguno de los dos tenía aire acondicionado. La señora que atendía (con aburrimiento supremo) el Museo de Geociencias nos lo hizo notar, al tiempo que nos guiaba por una sala donde las etiquetas hacían totalmente innecesarias sus explicaciones.
Cerca del mediodía nos dirigimos a la terminal a esperar el colectivo que nos llevaría a Valle Edén, a 23 km de la ciudad de Tacuarembó, punto turístico recomendado y que prometía mucho verde, agua y fresco, además de ser la sede del Museo Carlos Gardel. En este museo se exponen abundantes pruebas de que el Zorzal Criollo nació allí en Tacuarembó, hijo bastardo de un militar mujeriego, y no en Francia..., aunque esas pruebas sólo resulten claramente ciertas para los tacuaremboenses.
El ómnibus llegó puntual, y luego de unos cuarenta minutos nos depositó en la entrada de Valle Edén, bajo un cielo de donde caía una catarata de sol. Primer error: el museo está a un kilómetro de la entrada; si hubiéramos preguntado el ómnibus nos hubiera dejado más cerca de allí. La caminata nos comenzó a mostrar lo que luego se haría penosamente obvio: que Valle Edén no era un paraíso en el verano, excepto para el que cuenta con un vehículo rápido y con aire acondicionado.
El museo era un oasis de frescura, una casa con muchas fotos y copias de documentos históricos sobre Carlos Gardel, todo ello ambientado con tangos de fondo. Nos demoramos allí, por mi parte sin demasiado interés por el infernal clima del exterior. Cuando terminamos con la visita, nos sentamos a comer a un lado del museo, bajo unos árboles. Visitamos lo que queda de la Estación Valle Edén, donde hay un par de locomotoras abandonadas, dando al visitante un falso sentido de seguridad (ya que al rato pasó un tren a toda máquina). Después, mapa en mano, me fui a preguntar cómo hacíamos para llegar a los lugares de curiosos nombres que figuraban allí como atracciones.
En Valle Edén no hay nada, nada, que esté cerca de otra cosa. El punto turístico más cercano estaba a unos siete kilómetros, practicables quizá para gente más curtida o con temperaturas menos elevadas, pero no para nosotros dos. No nos amilanamos. Siguiendo las indicaciones de un baqueano, echamos a andar hacia la Gruta de los Chivos, pero al cabo de un rato comprobamos que el mapa, o las indicaciones del baqueano, o más probablemente ambos, no se correspondían con la realidad. Volvimos al punto de partida, a la vera de un arroyo pedregoso, bajo y lleno de barro verde (descripto en el folleto turístico como "de aguas cristalinas"), y cerca de un puente colgante (al que no nos atrevimos a subir).
A esta altura era claro que la única idea buena que había tenido al poner rumbo a Valle Edén era insistir en que lleváramos dos litros de agua fresca encima, a pesar del peso y de que significaba resignar los mates de la tarde. No hace falta aclarar que, de todos modos, tomar mates calientes en un día con sensación térmica de 40 grados no era una prioridad. Transpirábamos de sólo estar sentados. Y sentados íbamos a tener que estar, porque el único colectivo de vuelta a Tacuarembó pasaría después de las siete de la tarde. Y eran las dos.
Enfrentados con la perspectiva de cinco horas de espera en ese sauna a cielo abierto (que piadosamente se empezaba a nublar), agotamos todos los temas de conversación, incluyendo el de cómo llegamos aquí y por qué el tipo de información turística no nos dijo que no fuéramos a Valle Edén. Hacía de verdad mucho calor (no puedo dejar de recalcarlo) y teníamos que cuidar el agua.
Durante un buen rato pensamos en ir hasta la ruta a hacer dedo. Pero no habíamos visto a nadie hacer dedo en Uruguay, ni menos en Tacuarembó. Quizá no fuera costumbre; quizá aquí en el interior profundo del país nadie tuviera esa costumbre. La ruta no nos había parecido muy transitada. Y en la ruta no habría muchos lugares convenientes para esperar y con sombra. Resolvimos en contra. ¿Qué hacer?
Yo había traído un libro, más por tener espacio en la mochila que por otra cosa, pensando que quizá nos acostaríamos un rato en el pasto fresco de ese paraíso que supuestamente era Valle Edén. Lo saqué y empecé a leer, pero enseguida me di cuenta que Marisa, que no había traído su libro, se iba a aburrir todavía más mirándome leer a mí. Le dije si no quería que le leyera en voz alta. Y ésa, creo yo, fue la segunda idea buena que tuve en Tacuarembó. El libro era "Memorias del desierto", de Ariel Dorfman, exiliado chileno radicado en Estados Unidos, y relataba su viaje por el norte de Chile, investigando de cerca la historia de los pueblos surgidos a finales del siglo XIX y principios del XX junto a las minas de salitre. No sólo era entretenido y conmovedor, sino ideal para viajeros como nosotros, ideal para olvidar el calor pesado, para pasar las horas, para detenerse después de unos párrafos y conversar sobre lo leído.
Cuando faltaba todavía un buen rato para la hora señalada, y ya ni siquiera el libro ni la conversación surgida de él eran suficientes para tenernos en calma, nos levantamos para ir hasta la ruta. Habíamos zafado del tiempo muerto y del malhumor y hasta nos quedaba un poco de agua, que bebíamos de a sorbitos. El clima también había mejorado, desde nuestra perspectiva: se había cubierto el cielo, y soplaban ráfagas de un viento prometedoramente fresco. Empecé a temer que nos cayera una tormenta encima...
A eso de las seis y media pasó el colectivo en dirección a Tambores, el final de su ruta, de donde tendría que volver. A partir de ese momento la espera se hizo más fácil. Una hora después vimos venir el mismo ómnibus, le hicimos seña, nos sentamos, felices, felices.
Con precisión casi cronométrica, llegando a Tacuarembó empezó a llover. No teníamos comida para la noche, y yo tenía que hablar por teléfono a Paysandú para confirmar a nuestro próximo alojamiento que íbamos a ir. Corrimos por las calles que comenzaban a empaparse; transpirados del día y mojados de lluvia nos metimos en un supermercado, compramos cualquier cosa, y conseguimos hablar en un teléfono a tarjeta. Diluvió toda la noche, y así por fin llegó el fresco que habíamos añorado todo el día.
Continuará...
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