Aquel día salimos a media mañana de la terminal de La Paloma sin demasiada idea de cómo era el lugar que íbamos a visitar, y pensando que quizá podríamos pasar luego por Punta del Diablo, que está cerca. El ómnibus que nos llevó iba hasta Chuy, en la frontera con Brasil, y se iba metiendo en cada ciudad que encontraba en el camino, con lo cual el viaje llevó el doble de tiempo del que debería.
Apurados, nos bajamos frente a la Fortaleza, y nos dimos cuenta enseguida de que no había sido buena idea, ya que el ómnibus siguió su camino hacia el interior del Parque Nacional. El sol caía a pique, no nos llegaba nada del viento marino fresco que nos había acompañado durante otros días, y para peor, las paredes de piedra maciza de la Fortaleza no mostraban ninguna abertura, ni un alero siquiera. Para posponer un rato un paseo que prometía ser muy caluroso, y para evitar una intoxicación posterior, comimos, sentados en una piedra cuidadosamente elegida para que la pared nos protegiera del sol (no había ni metro y medio de sombra), unos sandwichitos que habíamos traído.
Resultó, al dar una vuelta, que la puerta de entrada a la Fortaleza estaba del otro lado. Una vez adentro, encontramos sombra y fresco en las grandes salas de piedra que se usaron, hacía tanto tiempo, para alojar a soldados y oficiales, para preparar su comida, para rezar y oír misa, para reparar armas, para herrar caballos y para guardar municiones. Había, como suele ocurrir, armas antiguas y modernas en heterogéneas series, balas de cañón, objetos cotidianos rescatados del pasado, banderas antiguas, uniformes, una capilla con una Virgen llorosa, y hasta una sala de letrinas.
El contraste entre el interior de esas cámaras oscuras, de paredes de un metro de espesor, y el exterior calcinante, era terrible. Desde las torres de vigilancia de la Fortaleza se podía recibir algo de brisa, pero eso era todo. Como yo me pusiera fastidioso (cosa que creí notar y que Marisa me confirmó al preguntarle), dimos por terminada la visita y nos fuimos a la playa, pasando por el camping del parque y comprando (de paso) los boletos que nos asegurarían ir sentados en el colectivo a la vuelta.
En cuanto vi el mar mi fastidio se calmó del todo. Ya no importaba el calor. De hecho, el calor era una bendición, que alentaba a meterse al agua y a disfrutarla. El problema era el viento... otra vez el viento. En un momento determinado, la arena fina, casi incolora, empezó a volar y picarnos las piernas. Nuestras cosas (ropa, toalla, cámara de fotos...) se cubrían de arena. A pocos metros de nosotros, el viento arrancó una sombrilla y se la llevó a los tumbos, seguida infructuosamente por su dueño, a lo que pareció una distancia increíble.
Pero las olas eran fabulosas, la playa era ancha y apacible, y en el agua el viento y la arena no existían.
Con todo, finalmente tuve que conceder. Le quitamos la arena a nuestras cosas y nos retiramos. En un recodo del camino tomamos unos mates tardíos (que habían sido imposible preparar antes, con tanta arena volando), y después nos metimos en el corazón del parque.
El parque es bastante grande... no inmenso, pero sí grande para caminar casualmente. Había muchas palmeras altas, de esas palmeras estereotípicas con hojas relativamente pequeñas apretadas en la punta, pero también árboles frondosos, y muchas flores y arbustos. En donde uno hubiera esperado guardaparques o guías había unos cinco individuos que, al acercarnos a preguntar, parecieron librar una corta competencia de miradas para decidir quién se movería para hablar con nosotros. Nos dieron un mapa y al mismo tiempo la recomendación de no hacerle caso al mismo. Caminamos, pues, siguiendo indicaciones verbales, en medio de unos árboles gigantescos, con una corteza lisa y lustrosa, que parecía de plástico duro, y acompañados por los chillidos y gritos de una cantidad inconmensurable de cotorras.
Llegamos así a la Pajarera, que resultó ser una serie de jaulas y corrales con aves de variadas especies (desde gallinas con cresta hasta un tucán), además de otros animales (monos, conejos), amén de un par de gatos que los visitantes llamaban y acariciaban, y que de cuando en cuando se sentaban y miraban atentos, en una especie de trance, hacia el interior de las jaulas de los pájaros más pequeños.
Cerca de allí había una pequeña laguna, con palmeras de un lado y una especie de balcón de madera en el otro. En la laguna había patos, y bajo el balcón, escondida entre las hierbas y el barro de la orilla, una nutria, animal poco visto, que hizo las delicias de un grupo de chicos que trataban de adivinar si era una rata gigante, una especie de hamster o un carpincho.
Se acercaba la hora de volver (el último colectivo), y tuvimos que resignar el atardecer en el parque. Estaba claro que deberíamos haber ido primero allí, al verde y la sombra, y luego a la Fortaleza, pero así salió, y fue un buen día. Era el tercero en La Paloma, y la noche final de nuestra estadía allí. Siguiente parada: La Pedrera.
Continuará...
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ResponderBorrarLourdes, borré tu comentario porque habías puesto tu dirección de correo. ¡Nunca le des tu dirección a nadie que no conozcas, y no la pongas en blogs donde puede leerla cualquiera! Ojalá puedas conocer este lugar como querés. Saludos.
ResponderBorrarHola Pablo, mira me colgue en tu blogs, ya que pienso andar por la paloma en enero 2010, me contaron de que esta buena la joda para ir con un par de amigos, y queria preguntarete segun los que vos viste si es asi o si es mas onda familia, bueno espero tu comentario y desde ya gracias
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