Tres horas después emergimos en Paysandú, segunda ciudad de Uruguay, capital departamental, puerto sobre el río Uruguay, y fronteriza con Argentina. Era una mañana soleada, ventosa, agradable. No nos costó mucho ubicar la dirección de nuestro alojamiento, una gran casa de una planta transformada en hotel, frente a la plaza principal y no muy lejos de la terminal de ómnibus. Si a medida que volvíamos del ritmo de playa a nuestros hábitos ciudadanos el cuerpo reclamaba más comodidad, éste era un paso de lo mejor: teníamos una habitación donde hubieran cabido cinco personas, un gran baño, y hasta un patiecito.
Yo había estado en Paysandú brevemente hacía años (una tarde de escapada) pero no recordaba mucho, así que tendríamos que recapitular. Para empezar, no obstante, necesitábamos el desayuno que no habíamos podido tomar al salir. Buscamos un bar (se llamaba "El Bar") y pedimos café con leche con medialunas. Al momento de pedir alcancé a ver en la carta que se mencionaban medialunas y croissants, y que estos últimos eran mucho más baratos; el mozo se extrañó de que quisiéramos medialunas "solas", y lo que sospechaba se confirmó cuando nos trajo dos inmensas medialunas, el doble de lo que se conoce como medialuna en Argentina, de las que habíamos visto hechas sandwich en varios supermercados por todo Uruguay.
Después de tan copioso desayuno (que no ocasionó protestas de nuestra parte, me apresuro a agregar) nos fuimos a recorrer los puntos de interés turístico cercanos: la basílica, muy modesta por fuera pero bastante linda por dentro, y con una gran campaña de bronce del año 1689 puesta en exhibición junto a la puerta; el pequeño museo en honor de Leandro Gómez, valiente (y suicida) defensor de Paysandú durante el sitio de mil ochocientos veintitantos, en la plaza; el museo histórico municipal, con una maqueta donde se podía ver la zona de la batalla donde Gómez fue derrotado por mi supuesto lejano pariente, el Gral. Venancio Flores, con ayuda de los brasileños, mientras iba camino a Montevideo.
Almorzamos alguna cosita en el hotel y dormimos la siesta. Fuimos luego a la terminal para reservar pasajes. Yo tenía una débil esperanza de que pudiéramos conseguir pasaje directo a Rosario, o una combinación aceptable, pero no había tal cosa. El colectivo que sale de Paysandú a Colón llega allí, no habiendo demoras, exactamente a la hora en que parte el colectivo de Colón a Rosario. Y por supuesto, siempre hay demoras.
Nos quedaba la tarde. Como el clima estaba bueno, decidimos caminar: mapa en mano fuimos yendo de una plaza a otra, pasamos por la vieja estación de trenes, y llegamos al río. Vagamos por la costa. El puerto, que yo había conocido abandonado y abierto al visitante curioso, se había reactivado y ahora nos rechazaba con sus cercados y sus guardias. El mirador indicado en el mapa (una punta artificial que se internaba en el río) estaba cerrado también. Seguimos hasta que encontramos una pequeña playa, y allí nos sentamos a descansar, mirando a unos pocos chicos jugar en el agua, a contraluz del sol que se acercaba al horizonte. La fatiga acumulada (¡las vacaciones son cansadoras!) nos pesaba para volver.
Marisa quería llamar a su casa para avisar nuestra hora de vuelta, pero no pudimos encontrar un locutorio abierto. La noche había caído y Paysandú se había cerrado bruscamente. Yo me tambaleaba de cansancio. En ese momento Marisa cayó en la cuenta de que se había quedado con un montón de pesos uruguayos... Inútil, por supuesto, buscar una casa de cambio abierta. Para transformar la necesidad en oportunidad, como quien dice, decidimos ir a gastar ese dinero en una cena como no nos la habíamos dado en todo el viaje, una cena copiosa, caliente y bien preparada en un restaurant.
Continuará...
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