Se percibía un fresco matutino muy estimulante, y había bastante luz. Me asomé y comprobé sorprendido que Marisa no estaba allí. No eran más que las siete y media de la mañana; yo soy madrugador por costumbre del trabajo, pero ella no; ¿habría ido al baño? Salí, tratando de no pisar nada ni a nadie. Marisa estaba leyendo en la hamaca paraguaya, bajo la parra, en el patio casi completamente silencioso (se oía el agua de la fuente en el otro patio).
El hostel evidentemente no era de los que alojan madrugadores, y el desayuno se servía a las nueve, así que decidimos matar el tiempo caminando por ahí. La mañana parecía de otoño por lo fresca, pero llena de verde y luz y sin un vestigio de esa niebla o grisor que asociamos a la estación. Volvimos al hostel a tiempo para sentarnos a la mesa de afuera, con café con leche y una pila de tostadas y bizcochos con mermelada.
Después de esta abundante alimentación, con nuestro fiel mapa desplegable en la mano, nos encaminamos hacia la zona del puerto y su escollera, para rodearnos de mar. Al ir llegando pasamos por una pequeña base naval, en cuyos terrenos adyacentes merodeaban aves: nuestros familiares teros, y otros que no reconocí. Los perseguí, zoom al máximo, mientras Marisa esperaba pacientemente. Al final logré una foto pasable de (lo que después supe que era) un carpintero de nuca roja y un carpintero campestre. Yo creía honestamente que los pájaros carpinteros eran todos pajaritos con cresta colorada que vivían trepados a los árboles haciendo agujeros, pero resultó que estos prefieren el pasto.
La escollera era angosta y larga. Del lado del puerto protegido una inmensa bandada de aves acuáticas levantó vuelo cuando nos vio llegar, a doscientos metros de distancia. En el agua calma había unas aves de copetito, con cuello largo y de tono rojizo, desconocidos para mí: resultaron ser macás grandes, machos, con plumaje nupcial, es decir, en época de reproducción (de esto acabo de enterarme, por lo cual supongo que debe haber habido también hembras, mucho menos vistosas). Del lado del mar, sobre las rocas, había los omnipresentes biguás, docenas de ellos, contentísimos al sol, junto con alguna que otra garcita blanca, un par de ostreros (chiquitos, con pico largo y anaranjado subido), y gaviotas cocineras (blancas, de pico y patas amarillos, con alas negras ribeteadas de blanco).
Esta fiesta ornitológica no evitaba que el sol siguiera subiendo y picando cada vez más. Al volver nos internamos por otro camino, para pasar por la vieja estación de trenes, y allí notamos la tremenda diferencia entre un mediodía soleado con el fresco viento marino y uno donde no hay viento, ni apenas sombra, entre los árboles. No recuerdo qué comimos, pero sé que después de la larga caminata al sol quería dormir una siesta. Marisa declaró que no tenía intención de dormir, y se fue con su libro a la hamaca paraguaya; como era de esperarse, cuando fui por ella al patio una hora y media después, estaba profundamente dormida.
La tarde comenzaba a cubrirse de nubes. Habíamos planeado ir a la otra playa, la que no habíamos visitado antes, La Aguada, cruzando un bosquecillo (donde hay un camping), y luego tomar unos mates junto al mar, visto que estaba refrescando. Apenas llegar nos dimos cuenta de que no íbamos a poder ni siquiera cebar un mate, porque el viento era tan fuerte que la arena volaba, nos azotaba la cara, y apenas nos dejaba estar con los ojos abiertos. Nos retiramos al bosque, y aun entre los grandes árboles tardamos un rato en encontrar un lugar reparado para nuestro pobre picnic.
Desde el día anterior yo había estado preocupado por conseguir alojamiento en La Pedrera (y más cuando constaté las condiciones del hostel de La Paloma), y había localizado un lugar. Así que al volver de nuestro paseo, fuimos a un locutorio y llamé. El dueño de este, el único lugar que nos podía alojar, no terminaba de definirse: que sí, que tenía lugar, una habitación doble, y tendría lugar para dentro de dos días, pero asegurar, asegurarlo no podía, pero si yo insistía bueno, tendría que venir y veríamos de tener un lugar, y así, sin fin. La indecisión me resultaba más preocupante que molesta, ya que en La Pedrera no hay precisamente una sobreabundancia de alojamientos baratos, mucho menos disponibles en la primera quincena de febrero. Prometí llamar a este buen hombre de nuevo al día siguiente para asegurarle que iríamos.
Nos abrigamos, porque se había puesto realmente fresco, y recorrimos nuevamente la feria de artesanías que estaba frente al hostel. Si en Argentina las buenas artesanías suelen estar un poco caras para el paseante casual, aquí eran carísimas, por lo cual y para no volver con las manos vacías, compramos cada uno un mate de calabaza tallado.
Al otro día planeábamos una excursión fuera de La Paloma, a la famosa (pero nebulosamente retratada en los folletos de turismo) Fortaleza de Santa Teresa.
Continuará...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario