Bien, después del Cañón de Talampaya poco podía pasar de importancia en nuestras vacaciones... El día siguiente, a media mañana, tomamos el ómnibus a la ciudad de La Rioja, y unas tres horas más tarde llegamos allí.
La Rioja es una capital provincial relativamente pequeña, y no tengo mucho que decir sobre ella, aunque quiero ser justo y aclarar que pasamos por ella con apuro y por obligación, ya que nuestro ómnibus de vuelta a Rosario partía de allí. Es linda, aunque no tiene puntos turísticos de gran interés, a excepción de un inmenso museo paleontológico y algunas iglesias históricas. Su catedral es hermosa, pero a esta altura del viaje no había mucho que nos impresionara de esta clase de cosas.
Hay una casa donde vivió el famoso Joaquín V. González (el que construyó Samay Huasi en Chilecito como casa de descanso), y una cierta cantidad de plazas amplias y bien cuidadas, pero ningún gran parque en la zona urbana.
El Parque Yacampis, donde está el zoológico, queda casi saliendo de la ciudad, y por obra de la sequía o del abandono presenta un aspecto lamentable. El zoológico en sí es sorprendentemente grande y completo para una ciudad tan pequeña, y pasamos varias horas recorriéndolo. Entre los primates, hay monos caí (capuchinos), un mono araña, y papiones; también muchas aves, incluyendo un desdichado cóndor con muy poco espacio para volar dado su tamaño; llamas y guanacos, y otros animales menos curiosos como cabras y cerdos.
El "problema" (nótense las comillas) de La Rioja es que, turística o no, es una ciudad provinciana del interior profundo del país, y la hora de la siesta es sagrada, por lo cual incluso los restaurantes más finos de las coquetas calles peatonales del centro espantan a los clientes durante toda la tarde. El viajero que llega de Chilecito, por dar un ejemplo, se registra en su hotel y sale a buscar un almuerzo tardío, se lleva una desagradable sorpresa y puede verse obligado a un hambriento peregrinaje antes de encontrar una mesa a la cual sentarse.
Nos quedamos en La Rioja toda la tarde del viernes y el sábado hasta el atardecer, cuando salía nuestro colectivo de vuelta. Tuvimos nuevamente la desagradable experiencia de un viaje interrumpido. En marzo, volviendo de Córdoba, nos había detenido un piquete de productores rurales en Villa María; ahora fue una falla del motor, que empezó a perder gasoil. Marisa, sin duda por los vapores del combustible, se sintió bastante descompuesta toda la noche; no pudo probar bocado de la cena, y las náuseas y el malestar le duraron incluso un par de días más. Por suerte, no nos atrasamos demasiado: tras un tramo de viajar a baja velocidad, paramos en La Falda, en el norte de Córdoba, y en una hora o poco más nos enviaron un ómnibus de reemplazo desde Capilla de Monte. Llegamos a Rosario dos horas después de lo debido.
Y ése es el final del relato de nuestras vacaciones. Quizá vuelvan a oír de ellas en este blog, pero a partir de mañana retomo los temas habituales.
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